Relatos
A vueltas con mis recuerdos
Son las dos de la mañana. Me levanto de la silla tras una larga sesión de ordenador. Acabo de hablar con algunos seres nocturnos, entre los cuales me incluyo, a los que, en una ocasión, se dio en llamarnos, ‘usuarios de párkinson’, seres especiales, a veces extraños, otras, esquivos y otras tantas veces muy cercanos.
Me dirijo a mi estudio, donde me siento a reflexionar. Los recuerdos se agolpan en mi mente. Veo mis cuadros y me doy cuenta de que en ellos se refleja un antes y un después de la enfermedad. Mis últimas obras y el tremendo desorden de mi mesa, me hacen ver constantemente signos de la presencia de la enfermedad. No acierto a mantener el orden más de dos días seguidos. ¡Cuanto daría yo por tener la destreza de antes!
Miro hacia atrás y me veo en mi época de universidad. Recuerdo las horas que pasaba con mi querida y siempre cercana amiga Pilar Juntas compartimos y vivimos muchos proyectos e ilusiones. También fueron muchos los obstáculos que tuvimos que sortear juntas.
Hago un viaje a través del tiempo y en mi mente aparecen, como fotogramas de nuestro pasado, episodios de nuestro común avanzar. Recuerdo que mi ritmo más lento y minucioso era para mí motivo de inquietud; yo no era capaz de dar por concluida una obra; siempre era ella la que decía cuándo debíamos parar. Siempre lo hacía con cordialidad, sin ningún ánimo de protagonismo. Las personas que nos conocían solían decir que éramos diferentes pero complementarias.
Nada es igual y cada vez es más patente la diferencia entre nosotras. Esta complementariedad esta dejando de ser tal y, aunque me esfuerzo cada día en que esto no ocurra, debo asumir que ahora el ritmo no lo marco yo. He tenido que aprender que aunque el ritmo del paso del tiempo es uno, los ritmos que rigen mi trabajo son otros; es como si mis actos sucedieran a cámara lenta.
En una primera etapa, la juventud y la salud, y después la progresiva madurez, hicieron posible superarlos con éxito. Nuestras vidas discurrían paralelas, nuestro trabajo, nuestro matrimonio, las hijas -dos niñas cada una- nuestra casa... Todo parecía ir sobre ruedas. ¿Por qué iban a cambiar las cosas?
Pero sabemos que la vida nos tiene reservadas sorpresas. Las buenas las asumimos como cosa lógica y aceptable y pocas veces les damos el valor que tienen ni sabemos disfrutar plenamente de ellas. Creo que éste era mi caso hasta que ocurre que algo terrible como una enfermedad degenerativa te quita la venda de los ojos y te muestra el verdadero valor de lo que tienes.
El día 24 de Septiembre del 2006, todo en mi vida tomó otro color. Tras el diagnóstico fue como un apagón de luz. Me quedé completamente a oscuras y no era capaz de ver ni mi futuro ni mi familia ni mis amigos. Solo era yo y mi desgracia. Me volví ausente, estaba constantemente compungida y el más mínimo contratiempo me afectaba. Me convertí en una persona diferente. Nunca me pregunté ‘por qué yo’ sino ‘por qué ya’. Era todo tan prematuro, tan inesperado, tan ilógico, pero tan irremediable.
Me sentía fuera del planeta, no era yo. Este cuerpo mío, que a veces no reconozco, que consigue doblegarme contra mi voluntad, se apoderaba de mí, cada vez con más intensidad y frecuencia. Me transformaba y enajenaba sin poder remediarlo. No era capaz de controlarlo. Mi cuerpo era como un alien que me dominaba.
Desde hace tres años y medio no sé lo que es la estabilidad, tanto física como emocional. Estoy en un constante ir y venir y sólo un amplio surtido de pastillas, aún me proporciona momentos en los que, a veces, consigo olvidarme de ello por unos minutos. En esos momentos saboreo la felicidad, respiro optimismo, me lanzo a una actividad frenética. Digo: ‘Es el momento, ahora puedo’.
Como si de un viaje astral se tratara, voy volviendo al planeta de las realidades presentes. Mi vista recorre el desorden del estudio. Observo mi mesa, una autentica maraña de pinceles, tubos de óleo, botes de pigmentos, fotografías, disolventes, paletas embadurnadas de pintura seca, papeles con dibujos esbozados, dibujos que dejan ver la participación del señor Parkinson en su elaboración.
A menudo, después de tres años del diagnóstico, intento recordar cómo se comportaba mi cuerpo, sin estas constantes oscilaciones, y aún hay veces que pienso que estoy viviendo un mal sueño del que alguna vez pudiera despertar. No me acostumbro a perder la rapidez de movimientos y la rapidez mental, no me acostumbro a que me miren cuando tiemblo ni a que mi pierna derecha se arrastre; ni me acostumbro a que la expresión de mi rostro no transmita lo que en realidad siento. No. No me acostumbro. ¡No quiero acostumbrarme! Quiero luchar para vencer esta apatía.
De mis ojos brotan las lágrimas y se deslizan por mi rostro. Lloro hasta desahogarme y el fluir de las lágrimas me vacía la tristeza. A las lágrimas sucede un estado de ternura que me permite ver las cosas con cierta benevolencia. Está claro que mi mundo ha cambiado pero, aunque suene extraño y contradictorio, no todo ha sido negativo. No existe ninguna ley de compensación por la que la vida que premie a quien ha sufrido de modo especial, pero a veces parecen existir este tipo de recompensas. Es como el ying y el yang de nuestra existencia, es como la búsqueda de un equilibrio que nos impida hundirnos por completo.
Mirando a los de alrededor, a los más cercanos, y me di cuenta que miraban cómo acercarse a mí, con cautela, sin querer herirme, con todo el afecto del que eran capaces. Es verdad que el párkinson ha aportado a mi vida, paradójicamente, más riqueza afectiva, pues me beneficio del cariño auténtico de todos los míos y de mis amigos, de mis verdaderos amigos y de todos los nuevos amigos también afectados por el párkinson.
Sólo me queda decir que este relato se lo dedico a todos ellos. Consciente de no tener un futuro fácil, deseo que me sufráis lo menos posible y que podamos aun compartir los mejores momentos que me queden. Para vosotros va mi más sincero agradecimiento.